(Texto traducido por La Silla Vacía en su artículo “Estados Unidos se hace zancadilla en Colombia.”)
Humanicemos es una organización no gubernamental dedicada a la limpieza de minas terrestres en Colombia. Su personal son excombatientes de las Farc, que se desmovilizaron después de la firma del Acuerdo de paz de 2016 y ahora se embarcan en nuevas vidas. La organización cuenta con el apoyo de la ONU y la Unión Europea, y trabaja con agencias gubernamentales colombianas.
Esto suena como el tipo de esfuerzo “buena onda” que el gobierno de los Estados Unidos querría apoyar. Pero no lo hace. De hecho, para los funcionarios estadounidenses, los miembros de Humanicemos son intocables.
Andrés Bermúdez Liévano escribió un reportaje publicado en La Silla Vacía en el que contó que Ángela Orrego, de Humanicemos, llegó a un hotel de Bogotá para participar en una reunión de planificación para 2020 de grupos que trabajan el desminado. “Cuando Orrego y dos de sus colegas de Humanicemos llegaron, un funcionario del gobierno les impidió entrar. “Lo siento mucho”, les dijo. La reunión fue parcialmente financiada por el Departamento de Estado de los Estados Unidos, explicó, y eso significaba que no podían participar”.
Se trata de una ley de los Estados Unidos que prohíbe “brindar apoyo material a terroristas” (18 Código de Estados Unidos, Sección 2339A). Aunque se desmovilizaron hace casi tres años, las Farc permanecen en la lista de organizaciones terroristas extranjeras del Departamento de Estado, y todos sus miembros todavía se consideran terroristas. Como resultado, es un delito, punible con multas o hasta 15 años de prisión, para un ciudadano de los Estados Unidos proporcionar dinero, alojamiento, capacitación, asesoramiento o asistencia de expertos, equipos de comunicación, instalaciones, o transporte a algún miembro de las Farc.
Como se interpreta actualmente, la prohibición legal no se aplica a los ex miembros de las Farc que se desmovilizaron individualmente y de alguna manera han renunciado a la membresía en el partido político Farc. Algunas de las personas desmovilizadas individualmente reciben apoyo de los Estados Unidos a través de la Agencia de Reincorporación y Normalización del gobierno colombiano.
Sin embargo, el resto, los miles de ex miembros de las Farc que mantienen cierta identidad relacionada con el partido político de la Farc, como la señora Orrego, están prohibidos.
Es ilegal incluso comprarles una taza de café, mucho más darles capacidad para algo como la eliminación de minas terrestres.
Este estatuto de “apoyo material”—o mejor dicho, la forma en que se está interpretando en este momento—es más que una molestia. Se está convirtiendo en un obstáculo para los intereses de Estados Unidos en Colombia.
El Departamento de Estado, el Departamento de Defensa y Usaid, le dan alta prioridad al apoyo a la “estabilización” en Colombia. Ese es el término que ellos y el gobierno colombiano usan para describir la introducción de una presencia gubernamental funcional, con servicios básicos y seguridad, en vastas áreas rurales no gobernadas donde prosperan la coca y los grupos armados.
En esas áreas, miles de ex miembros de las Farc circulan hoy libremente. Muchos tienen un gran interés en los objetivos de estabilización, que se superponen estrechamente con el primer capítulo del Acuerdo de paz (“reforma rural integral”).
Esto significa que hoy en día, los esfuerzos de estabilización apoyados por los Estados Unidos con frecuencia se topan con antiguos miembros de las Farc comprometidos con el proceso—con resultados extraños.
En conversaciones extraoficiales que se remontan a 2017, funcionarios estadounidenses le han informado a personal de WOLA sobre incidentes en los que ex guerrilleros de bajo rango fueron excluidos de las reuniones del gobierno colombiano para planificar Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (Pdet) o para consultar con las comunidades sobre servicios gubernamentales, solo porque el gobierno de los Estados Unidos estaba cubriendo parcial o totalmente el costo de las reuniones.
En algunos casos, los funcionarios estadounidenses solo descubrieron después que ex guerrilleros de bajo nivel habían asistido a eventos financiados por Estados Unidos.
Cuando eso sucedió, debido a que ese ex guerrillero pudo haber tenido un sándwich o una bebida provista por los organizadores de la conferencia, o pudo haber recibido algún conocimiento por haber asistido al evento, los funcionarios estadounidenses tuvieron que soportar numerosas reuniones posteriores con abogados del Departamento de Estado, revisando cada detalle para documentar y comprender lo que sucedió, lo que sabían los organizadores, y si era un hecho punible.
Las Farc dejaron de existir como grupo armado en agosto de 2017, después de entregar a la misión de la ONU 8.994 armas y más de 938 caletas de armas. “De 13.202 excombatientes acreditados antes de la firma del acuerdo”, el Alto Consejero de la Presidencia para la Estabilización y Consolidación informó el mes pasado, “12.940 siguen comprometidos con su reincorporación”.
Mientras que algunas estimaciones de las deserciones de los exguerrilleros al proceso de paz van tan altas como 830, el hecho es que la abrumadora mayoría de los ex miembros de las Farc continúan comprometidos con el proceso. Que su mera presencia pueda detener o diluir el apoyo de los Estados Unidos a importantes esfuerzos de estabilidad y desminado es un absurdo.
“La organización de las Farc sigue siendo parte de la lista de terroristas”, dijo el embajador de Estados Unidos, Philip Goldber, “porque, como sabemos, hay unas disidencias que todavía están involucradas en el narcotráfico y la violencia”.
Los grupos disidentes sí son un gran desafío. Sus aproximadamente 2.400 miembros, repartidos por unos 23 grupos, se negaron a desmovilizarse al inicio, abandonaron el proceso más tarde, o son nuevos reclutas. Sus números están creciendo.
Pero los grupos disidentes no son las ex Farc.
De hecho, son una de las principales amenazas a la seguridad de los ex combatientes de las Farc que han renunciado a la violencia. Hasta la fecha, alrededor de 186 miembros desmovilizados de las Farc han sido asesinados. De los 93 casos en los que los investigadores del gobierno han podido atribuir responsabilidad, los disidentes son los probables asesinos en 36, es decir, el 39 por ciento de los casos.
No tiene sentido, como hizo el embajador Goldberg el mes pasado, combinar a los miembros del partido de las Farc que han renunciado a la violencia con los disidentes de las Farc que los están atacando. No pertenecen en la misma lista.
Si esta es realmente la razón por la cual los antiguos guerrilleros que respetan el proceso de paz permanecen todavía en la lista de terroristas, hay un remedio fácil que ni siquiera requiere necesariamente quitar al grupo llamado “Farc” de la lista de terroristas.
El gobierno de los Estados Unidos solo necesita reinterpretar el estatuto existente de una manera que distinga entre grupos disidentes y guerrilleros desmovilizados. Si la interpretación actual ha pintado la programación de los Estados Unidos en una esquina, entonces esa interpretación debe actualizarse para la realidad de Colombia en 2020.
Eso significaría no excluir de los programas financiados por los Estados Unidos a todos los que se consideran miembros o afiliados del partido Farc. En cambio, solo excluir:
- Las pocas docenas de exguerrilleros que son buscados por los tribunales estadounidenses en extradición por el tráfico de drogas o el secuestro;
- Aquellos que enfrentan acusaciones graves y específicas de crímenes de guerra ante la Jurisdicción Especial para la Paz, el sistema de tribunales de crímenes de lesa humanidad del gobierno colombiano;
- Aquellos en la lista de “Nacionales Especialmente Designados” del Departamento del Tesoro; y
- Aquellos que enfrentan acusaciones creíbles de seguir participando en actividades ilícitas.
El número de individuos que cumplen con estos criterios es un pequeño porcentaje del universo total de ex guerrilleros no disidentes. Para los demás,no debería haber otra barrera para la participación en programas financiados por los Estados Unidos. Los exguerrilleros rasos y exlíderes de bajo rango, tratando de construir una vida pacífica y contribuir a la reconciliación de Colombia, deben perder su estatus de “intocable”.
Tres años son suficientes: es hora de realinear la interpretación del estatuto para que coincida con la realidad de Colombia. Y el Congreso debe comunicar al Departamento de Estado, de cualquier manera apropiada, que no se opone a este ajuste al sentido común.